Me
llaman a una hora inusual de un número que no conozco. No soy tan desconfiado, pues
entiendo que no siempre estamos en condiciones de utilizar nuestro propio
teléfono para llamadas urgentes. Contesté.
El
ruido, la vaguedad del sonido y luego la voz desesperada en la cual sólo pude
identificar las palabras “ayuda”, “camioneta”, “tengo miedo”. La tensión de la
voz se contagia inmediatamente a quien escucha, la falta de información se
vuelve intrascendente ante la agitación de nuestras emociones que luchan por
identificar la voz y recrear la situación que esa misma angustia nos contagia: nuestro
choqueado razonamiento asocia el llamado con el rostro, el grito y la
desesperación de alguien a quien queremos, a pesar de los breves segundos del
intercambio.
El
miedo nos ha sido inculcado desde los primeros regaños, desde los más remotos
acercamientos al mundo donde hay objetos que cortan, paredes y suelos que nos
dañan cuando caemos y nalgadas inmerecidas o cuya causa no sabemos explicar. El
miedo nos congela y nos convierte en blancos fáciles: en una zanja de medio
metro podemos ver un barranco insuperable y en vez de librar la brecha vamos a
estrellarnos en el otro extremo, dispuestos de antemano a hacernos un daño
nacido apenas de nuestra irracionalidad y desconfianza. La televisión, las
primeras planas de los periódicos baratos, el desconocimiento y antipatía que
nos causa vivir entre tanta gente desconocida nos hacen temer por cada persona
que se acerca a nos otros, por los autos que cruzan nuestra calle. Nos
refugiamos en la madriguera de la hostilidad sin llegar aún a sentirnos seguros
dentro de ella.
Es
verdad, la vida está agitada y violenta allá afuera, pero nos beneficiamos muy
poco en llevar la agitación a casa, a nuestras mentes. Menos mal que la ley es
bastante estricta en prohibirnos las armas, de lo contrario, por todos lados
escucharíamos los tiros causados por la angustia, por la paranoia que nos hace
cerrar todas las puertas y querer ser invisibles.
Cuando
la voz masculina se puso al teléfono y me dijo un par de vaguedades sobre la
persona que supuestamente tenía en su vehículo, cuando me pidió dinero, supe
que había hecho bien en callar, en pedir calma y claridad en las palabras. En
muchos casos, la angustia nos hace soltar información valiosa para los
interlocutores: ¿Eres tú mamá? ¿Diana, estás bien, Diana? Es suficiente para
que sigamos conectados en el engaño, a merced del otro, que quizá haya marcado
un número al azar. El azar tiene muchas coincidencias, pues la cantidad
solicitada por la voz se acercaba a la que tengo en mi cuenta de ahorros.
“Pues
la situación es que aquí tengo a Diana, en mi camioneta, y quiero saber si
tienes…” La información que acabamos de facilitar se vuelve en nuestra contra,
y podemos seguir el camino que nos indican hasta que el intercambio de
información se materializa en un lugar donde colocar dinero o un auto, mientras
esa persona a la que queremos está despreocupada e íntegra en alguna fiesta, en
un centro comercial, viendo la TV en casa. Como queremos ser discretos y no
angustiar a los demás, vamos nosotros solos al “rescate”, rápido, para evitar
más daños.
Llegamos
a casa, dispuestos a correr al banco, a la casa de empeños. El pecho apenas
contiene los latidos. En ningún momento nos hemos detenido, pues queremos
actuar pronto, como cuando se hace tarde y salimos dejando la estufa encendida.
El miedo y la prisa nos vuelven héroes ridículos: nos pasamos los altos,
cambiamos bruscamente de carril a uno que avanza menos. La única ventaja de
esta heroicidad absurda es el anonimato: no sabemos nuestros nombres a pesar de
compartir calles, construcciones y servicios. Casi atropellamos a Diana al
sacar el auto para llevarlo al empeño. Sólo un golpe de realidad como éste nos
desconecta de la ficción telefónica, nos sabemos ridículos; hasta ese momento podemos
bloquear el anónimo número del que nos han llamado y levantamos una denuncia,
igualmente anónima. Quizá hayamos aprendido algo, y cuando por fin nos sentamos
a recobrar el pulso, pensamos en la información que vamos regando por todas
partes y volvemos a llenarnos de desconfianza.
El
otro, que se frotaba las manos, no puede volver a conectar la llamada. Entonces
marca otro número; en la pantalla circulan los datos, sustraídos a la base del
banco de mi preferencia. Alguien levanta bocina, la acostumbrada mujer grita de
nuevo. En esa vecindad no hay garaje ni camionetas.
Esta entrada me gustó bastante, la identificación es total, el temor se siente en los bellos de la piel, y es horrible que nos identifiquemos por esa sensación. Me gusta porque está entre la crónica y el cuento, te lleva de la mano y guías al lector a la posible amputación de felicidad que nos depararía la pérdida de un ser querido. Afortunadamente, las palabras se quedaron en palabras y no hay nada que lamentar.
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