viernes, 30 de marzo de 2012

Lo que no fue, no será



Esta entrada pudo haber sido otras dos, pero la intensidad de la experiencia me ha forzado a descartar una sobre monstruos y mutilados que se reivindican y otra sobre un amor a la oriental para dejar ésta, de posibles que uno mismo se imposibilita por dejadez, por cobardía o por no estar destinado para ellos.
La biblioteca parece ser el lugar menos adecuado para ciertos encuentros. No negaré que suelo colocar el libro con la inclinación precisa para mirar por encima de él, sin evidenciar el descaro de estar mirando antes la belleza de la chica que va sentándose a un gabinete cercano que las portentosas líneas de un autor que leía con gusto hasta que la urgencia de la vida -la maldita primavera- viniera a arrebatarme de su laberinto verbal para llevarme al de metal y cristales que son las estanterías y andadores de la biblioteca. La veo estirarse y removerse en el asiento (los de esta biblioteca son incomodísimos), la veo soltarse el peinado y volverlo a acomodar, leer y tomar notas;  también la veo ser bella, que es lo que mejor le sale. De vez en cuando regreso al libro, pero cualquier distracción me vuelve a las líneas de su rostro y al brillo de su cabello…
Llega la hora de ir a clase. Aunque la miro al dejar la biblioteca, estoy resignado a su imposibilidad: demasiado hermosa, demasiado desconocida, demasiada también la costumbre de no intentar las cosas y dejarlas perderse en su potencia (cuando la tienen). Además la biblioteca es el lugar sagrado donde nadie levanta la voz y nadie se acerca a nadie.
Una amiga extranjera casi choca conmigo en uno de los pasillos; hablamos de Vallejo y de la incomprensión, de la monstruosa memoria del profesor, de… pronto ella aparece de nuevo, tras los cristales, mirando al patio donde acabamos de sentarnos. ¿Me mira? A veces el deseo nos hace imaginar cosas de las cuales la realidad nos revela la esencia con bofetadas certeras. Me ha pasado. La memoria del ridículo es un neutralizador muy eficaz de los impulsos. Camino con la compañera hacia el aula y ella queda ahí, como expectante, mirando hacia nosotros con una especie de desafío que me avergüenza. Me siento inflamado de un valor que no me conozco, que definitivamente no tengo, será por la compañera en quien escudo un poco el descaro de mis miradas. Confieso mi hallazgo a la compañera, que se molesta por mis niñerías aunque voltea a verla y ratifica mi buen gusto; me toma de la manga dirigiéndome al salón. No hago más que voltear como un niño al que alejan de algo no apto para su mirada: una pelea a puños, un atropellado.  
El salón está vacío, el profesor no ha llegado. Dejo la mochila y salgo corriendo. -Voy al baño. La compañera ríe mi mentira y me deja escapar. El vestíbulo está igualmente vacío, ella ya no. Yo muerdo mi derrota y voy pisando mi cobardía que he querido dejar regada sobre las losetas. -Para otro caballero estaba guardada esta aventura. No puedo más.
César Vallejo y las isotopías… el lenguaje, lo críptico… la orfandad profunda... Sólo esto último me despierta y me lleva al “Golpes, como el del odio de Dios” porque la clase está tan alejada de mí como ese anhelado “tú” que nunca dejó y quizá no dejará de ser un “ella” de los muchos que nos pasan por la vida donde lo que no fue, no será.

martes, 27 de marzo de 2012

¡Vaya, valla!


Sólo es cuestión de decidirse a hacerlo: el resto de la realidad está siempre a la mano, como un prado a cuyos lindes llegamos sin animarnos a cruzar la acera que nos separa de él. Nos pueden acusar de fugitivos, de evasores, de no tornar lo cotidiano en reto día con día; pero el reto está precisamente en hastiarse de lo que uno es y saltar la valla, dándole un valor de punto de arranque y no de límite u obstáculo.
Todo este circunloquio derivará en la crónica de una fuga a la playa un fin de semana cualquiera en la vida de un hombre cualquiera: una práctica social de lo más vulgar y cotidiano entre los habitantes de las metrópolis se pone ilegítimamente al nivel de la épica mayor y finge encerrar un sentido oculto y complejo del que muy probablemente carezcan todos nuestros actos. -Saltar la valla -nos dicen, como no queriendo que lo hagamos. Y sospecho que ese deseo oculto de seguir encerrados en el círculo habitual de nuestra derrota nos vela la mayor parte de la verdad: no hay a dónde huir, cualquier lugar al que lleguemos, una vez asimilado y acabada la fascinación de su novedad, se nos vuelve tan abyecto como el despacho contable en que laboramos, o como una interminable clase se Teoría Literaria, que seguramente nos importará menos que un viaje relámpago a cualquier playa de nuestro país.
Apropiarse del recuerdo a través de cualquier elemento de nuestra cotidianidad es también saltar una valla y superar en lo fáctico lo que no hemos podido superar en la memoria: los tiempos no vuelen, pero su remembranza tiene la solidez de una experiencia tan legítima como la fuga a una playa. Ambas son evasiones, pero su significación y su función de complemento en aquello que me hace único, aunque insoportablemente cotidiano se puede revestir de los tonos más diversos: un recuerdo que me atormenta es tan mío en este momento, como la disyuntiva entre cruzar la valla o dar una vez más la vuelta en la misma esquina. El recuerdo puede ser tan sensual como la vivencia mientras sea apropiación de una realidad que vive en nosotros y no mero resguardo de información en la memoria: estoy recostado en una cama que no es mía, y en la que tal vez nunca vuelva a dormir; la consciencia de mi tránsito, de mi realidad diluyéndose en el flujo de la vida es única e irrepetible, pero nada impedirá que una mañana, en la modorra de mi cama habitual, un sonido -tal vez un eco de la canción que suena ahora en el vestíbulo del hostal- me traiga de vuelta a esta cama pasajera y dura, a este dolor de espaldas, e incluso a estas mismas líneas que voy mecanografiando.
Tomo un auto y conduzco a lo largo de cientos de kilómetros para arribar a la tierra prometida de una playa en la que me encuentro ante mí mismo, dado que ya no puedo ir más allá. Yo soy la valla y  la frontera y llego hasta donde me lo propongo. Siempre es largo el viaje para encontrarse con la soledad: tocar mi reflejo en el espejo del agua, arrojarme a la muerte de Narciso o  penetrar y poseer mi propia imagen implican recorrer una distancia que ninguna unidad ni sistema pueden medir. Hay viajes interiores de mayor envergadura que los interplanetarios, hay vallas más difíciles de superar ciertas carreteras plagadas de curvas y precipicios, hay también viajes de regreso que podemos efectuar sin movernos de donde estamos sin detrimento de nuestra sensibilidad.

domingo, 18 de marzo de 2012

Melomaníaco


Ya he dicho en alguna parte que soy el peor de los melómanos. Recuerdo muy mal los nombres y no tengo ni idea de teoría musical. Lo único que sé hacer es crearme atmósferas a través de todo lo que las notas van despertando en mí y dejarme invadir por la calidez, el ritmo, la sensualidad que genera cada compás, no sólo en mis oídos, sino en los vellos que se erizan felinamente y en mis labios que se humedecen como si la armonía se filtrara a través de las orejas y llegara al paladar. Cuando escucho buena música por primera vez, es eso lo que hago y no he tenido maestros para ello.
Aunque parezca extraño, alguna vez escuché decir a alguien que no le gustaba la música. Me parece que aún era yo un niño cuando ocurrió, y no es improbable que quien lo dijo también lo fuera. Si lo fue, podría tomar la salida fácil y pensar que ese alguien no tenía idea de lo que estaba diciendo, pero siempre podrán existir monstruos de todo tipo, como los que son sordos pudiendo oír.
Tampoco soy un historiador del arte pero -sin anteponer la informalidad de este espacio como una justificación de mi ignorancia- me atrevo a afirmar que muy probablemente sea la música el arte más primitivo del hombre y, curiosamente, el que menos testimonios de sus primeras prácticas nos ha dejado. Me baso en una premisa muy simple: cualquier persona es capaz de producir un sonido y, con una mínima destreza, puede dotarlo de algún sentido, una cadencia que lo vuelva agradable y expresivo.
Si el arte es imitación de la realidad -o ampliación, diría Reyes- la música se presta para expresar la fuerza telúrica de la naturaleza, lo que se encuentra en su fondo más original y nos llega en forma del sonido perceptible que somos capaces de reinterpretar o reproducir muy a nuestro modo. Bastan dos palos, unas palmadas, gritos o silbidos para decir lo que queremos que la naturaleza diga a través de nosotros. Escuchar esta voz, antigua y profunda, es entenderse con el cosmos e integrarse a él, regresar a la fuente en que hemos sido creados y a nuestro objeto primordial de existencia. Es verdad que la música siempre ha revestido el carácter ritual de todos los actos sociales, pero es necesario recordar que los rituales más primitivos están ligados a los elementos naturales y su relación con la tierra y la busca del origen.
La ampliación de la realidad sucede cuando pasamos esta barrera y buscamos que la música diga algo de nosotros mismos: entonces tratamos de reproducir todo el arsenal sonoro del cosmos y orquestarlo a favor de nuestras intenciones. El cosmos sigue ahí, sus materiales son los mismos, pero esta creación es nuestra hija amada en quien tenemos puestas todas nuestras complacencias, y es también un eslabón más entre el inmenso diálogo que se compone por todo lo que alguna vez alzó su voz en el mundo, en el que todos los hombres podemos incluirnos.
 Cuando voy a conciertos, como el de hoy en el festival Eurojazz, me doy cuenta de que este rol, que un primer momento creí meramente pasivo y envolvente, era más bien una interpretación activa: también escuchamos lo que creemos y queremos que la música nos diga. Aun el peor de los melómanos puede dialogar con un lenguaje que puede entender cualquiera. Y para que no falte la referencia quijotesca, cierro con estas palabras de Sancho:
-Señora, donde hay música no puede haber cosa mala.”  
¡Qué bueno que a Sancho no le tocó el reggaetón!