Sólo
es cuestión de decidirse a hacerlo: el resto de la realidad está siempre a la
mano, como un prado a cuyos lindes llegamos sin animarnos a cruzar la acera que
nos separa de él. Nos pueden acusar de fugitivos, de evasores, de no tornar lo
cotidiano en reto día con día; pero el reto está precisamente en hastiarse de
lo que uno es y saltar la valla, dándole un valor de punto de arranque y no de
límite u obstáculo.
Todo
este circunloquio derivará en la crónica de una fuga a la playa un fin de
semana cualquiera en la vida de un hombre cualquiera: una práctica social de lo
más vulgar y cotidiano entre los habitantes de las metrópolis se pone ilegítimamente
al nivel de la épica mayor y finge encerrar un sentido oculto y complejo del
que muy probablemente carezcan todos nuestros actos. -Saltar
la valla -nos dicen, como
no queriendo que lo hagamos. Y sospecho que ese deseo oculto de seguir
encerrados en el círculo habitual de nuestra derrota nos vela la mayor parte de
la verdad: no hay a dónde huir, cualquier lugar al que lleguemos, una vez
asimilado y acabada la fascinación de su novedad, se nos vuelve tan abyecto
como el despacho contable en que laboramos, o como una interminable clase se
Teoría Literaria, que seguramente nos importará menos que un viaje relámpago a
cualquier playa de nuestro país.
Apropiarse
del recuerdo a través de cualquier elemento de nuestra cotidianidad es también
saltar una valla y superar en lo fáctico lo que no hemos podido superar en la
memoria: los tiempos no vuelen, pero su remembranza tiene la solidez de una
experiencia tan legítima como la fuga a una playa. Ambas son evasiones, pero su
significación y su función de complemento en aquello que me hace único, aunque
insoportablemente cotidiano se puede revestir de los tonos más diversos: un
recuerdo que me atormenta es tan mío en este momento, como la disyuntiva entre
cruzar la valla o dar una vez más la vuelta en la misma esquina. El recuerdo
puede ser tan sensual como la vivencia mientras sea apropiación de una realidad
que vive en nosotros y no mero resguardo de información en la memoria: estoy
recostado en una cama que no es mía, y en la que tal vez nunca vuelva a dormir;
la consciencia de mi tránsito, de mi realidad diluyéndose en el flujo de la
vida es única e irrepetible, pero nada impedirá que una mañana, en la modorra
de mi cama habitual, un sonido -tal
vez un eco de la canción que suena ahora en el vestíbulo del hostal- me traiga de vuelta a esta cama
pasajera y dura, a este dolor de espaldas, e incluso a estas mismas líneas que
voy mecanografiando.
Tomo
un auto y conduzco a lo largo de cientos de kilómetros para arribar a la tierra
prometida de una playa en la que me encuentro ante mí mismo, dado que ya no
puedo ir más allá. Yo soy la valla y la
frontera y llego hasta donde me lo propongo. Siempre es largo el viaje para
encontrarse con la soledad: tocar mi reflejo en el espejo del agua, arrojarme a
la muerte de Narciso o penetrar y poseer
mi propia imagen implican recorrer una distancia que ninguna unidad ni sistema
pueden medir. Hay viajes interiores de mayor envergadura que los interplanetarios,
hay vallas más difíciles de superar ciertas carreteras plagadas de curvas y
precipicios, hay también viajes de regreso que podemos efectuar sin movernos de
donde estamos sin detrimento de nuestra sensibilidad.
Muy contemporáneo el asunto mi Simbad. Aunque tú sí viajaste. Luego faltará la crónica de ese viaje.
ResponderEliminar