Ya
he dicho en alguna parte que soy el peor de los melómanos. Recuerdo muy mal los
nombres y no tengo ni idea de teoría musical. Lo único que sé hacer es crearme
atmósferas a través de todo lo que las notas van despertando en mí y dejarme
invadir por la calidez, el ritmo, la sensualidad que genera cada compás, no
sólo en mis oídos, sino en los vellos que se erizan felinamente y en mis labios
que se humedecen como si la armonía se filtrara a través de las orejas y
llegara al paladar. Cuando escucho buena música por primera vez, es eso lo que
hago y no he tenido maestros para ello.
Aunque
parezca extraño, alguna vez escuché decir a alguien que no le gustaba la
música. Me parece que aún era yo un niño cuando ocurrió, y no es improbable que
quien lo dijo también lo fuera. Si lo fue, podría tomar la salida fácil y
pensar que ese alguien no tenía idea de lo que estaba diciendo, pero siempre
podrán existir monstruos de todo tipo, como los que son sordos pudiendo oír.
Tampoco
soy un historiador del arte pero -sin anteponer la
informalidad de este espacio como una justificación de mi ignorancia-
me atrevo a afirmar que muy probablemente sea la música el arte más primitivo
del hombre y, curiosamente, el que menos testimonios de sus primeras prácticas nos
ha dejado. Me baso en una premisa muy simple: cualquier persona es capaz de
producir un sonido y, con una mínima destreza, puede dotarlo de algún sentido,
una cadencia que lo vuelva agradable y expresivo.
Si
el arte es imitación de la realidad -o ampliación,
diría Reyes-
la música se presta para expresar la fuerza telúrica de la naturaleza, lo que
se encuentra en su fondo más original y nos llega en forma del sonido
perceptible que somos capaces de reinterpretar o reproducir muy a nuestro modo.
Bastan dos palos, unas palmadas, gritos o silbidos para decir lo que queremos
que la naturaleza diga a través de nosotros. Escuchar esta voz, antigua y
profunda, es entenderse con el cosmos e integrarse a él, regresar a la fuente
en que hemos sido creados y a nuestro objeto primordial de existencia. Es
verdad que la música siempre ha revestido el carácter ritual de todos los actos
sociales, pero es necesario recordar que los rituales más primitivos están
ligados a los elementos naturales y su relación con la tierra y la busca del
origen.
La
ampliación de la realidad sucede cuando pasamos esta barrera y buscamos que la
música diga algo de nosotros mismos: entonces tratamos de reproducir todo el
arsenal sonoro del cosmos y orquestarlo a favor de nuestras intenciones. El
cosmos sigue ahí, sus materiales son los mismos, pero esta creación es nuestra
hija amada en quien tenemos puestas todas nuestras complacencias, y es también
un eslabón más entre el inmenso diálogo que se compone por todo lo que alguna
vez alzó su voz en el mundo, en el que todos los hombres podemos incluirnos.
Cuando voy a conciertos, como el de hoy en el
festival Eurojazz, me doy cuenta de que este rol, que un primer momento creí
meramente pasivo y envolvente, era más bien una interpretación activa: también
escuchamos lo que creemos y queremos que la música nos diga. Aun el peor de los
melómanos puede dialogar con un lenguaje que puede entender cualquiera. Y para
que no falte la referencia quijotesca, cierro con estas palabras de Sancho:
“-Señora,
donde hay música no puede haber cosa mala.”
¡Qué
bueno que a Sancho no le tocó el reggaetón!
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