domingo, 18 de marzo de 2012

Melomaníaco


Ya he dicho en alguna parte que soy el peor de los melómanos. Recuerdo muy mal los nombres y no tengo ni idea de teoría musical. Lo único que sé hacer es crearme atmósferas a través de todo lo que las notas van despertando en mí y dejarme invadir por la calidez, el ritmo, la sensualidad que genera cada compás, no sólo en mis oídos, sino en los vellos que se erizan felinamente y en mis labios que se humedecen como si la armonía se filtrara a través de las orejas y llegara al paladar. Cuando escucho buena música por primera vez, es eso lo que hago y no he tenido maestros para ello.
Aunque parezca extraño, alguna vez escuché decir a alguien que no le gustaba la música. Me parece que aún era yo un niño cuando ocurrió, y no es improbable que quien lo dijo también lo fuera. Si lo fue, podría tomar la salida fácil y pensar que ese alguien no tenía idea de lo que estaba diciendo, pero siempre podrán existir monstruos de todo tipo, como los que son sordos pudiendo oír.
Tampoco soy un historiador del arte pero -sin anteponer la informalidad de este espacio como una justificación de mi ignorancia- me atrevo a afirmar que muy probablemente sea la música el arte más primitivo del hombre y, curiosamente, el que menos testimonios de sus primeras prácticas nos ha dejado. Me baso en una premisa muy simple: cualquier persona es capaz de producir un sonido y, con una mínima destreza, puede dotarlo de algún sentido, una cadencia que lo vuelva agradable y expresivo.
Si el arte es imitación de la realidad -o ampliación, diría Reyes- la música se presta para expresar la fuerza telúrica de la naturaleza, lo que se encuentra en su fondo más original y nos llega en forma del sonido perceptible que somos capaces de reinterpretar o reproducir muy a nuestro modo. Bastan dos palos, unas palmadas, gritos o silbidos para decir lo que queremos que la naturaleza diga a través de nosotros. Escuchar esta voz, antigua y profunda, es entenderse con el cosmos e integrarse a él, regresar a la fuente en que hemos sido creados y a nuestro objeto primordial de existencia. Es verdad que la música siempre ha revestido el carácter ritual de todos los actos sociales, pero es necesario recordar que los rituales más primitivos están ligados a los elementos naturales y su relación con la tierra y la busca del origen.
La ampliación de la realidad sucede cuando pasamos esta barrera y buscamos que la música diga algo de nosotros mismos: entonces tratamos de reproducir todo el arsenal sonoro del cosmos y orquestarlo a favor de nuestras intenciones. El cosmos sigue ahí, sus materiales son los mismos, pero esta creación es nuestra hija amada en quien tenemos puestas todas nuestras complacencias, y es también un eslabón más entre el inmenso diálogo que se compone por todo lo que alguna vez alzó su voz en el mundo, en el que todos los hombres podemos incluirnos.
 Cuando voy a conciertos, como el de hoy en el festival Eurojazz, me doy cuenta de que este rol, que un primer momento creí meramente pasivo y envolvente, era más bien una interpretación activa: también escuchamos lo que creemos y queremos que la música nos diga. Aun el peor de los melómanos puede dialogar con un lenguaje que puede entender cualquiera. Y para que no falte la referencia quijotesca, cierro con estas palabras de Sancho:
-Señora, donde hay música no puede haber cosa mala.”  
¡Qué bueno que a Sancho no le tocó el reggaetón!

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