Son
pocos los días del año en que el pueblo se llena de esa manera: las camionetas
nuevas, mujeres con rostros sin asolear y las calles atravesadas por caballos
nerviosos bajo jinetes que nunca habían estado sobre uno.
Se cierra el puente y colocan un escenario para que
venga gente rara a tocar una música igualmente rara. Dicen que es para gente
muy educada, pero yo no entiendo qué tan difícil pueda ser tocar algo que nadie
conoce: así nadie podrá decir que la toca bien o mal, si se la sabe o no,
porque es algo que ellos inventan. Es como hacer trampa, como inventar una
historia y decir que es verdad porque ellos dicen. La gente se emociona al
oírlos, pero a mí sólo me importan las latas que dejan cuando vacían las cervezas;
las compra por kilo el señor Ramón y mi amá siempre me manda a buscarlas. Me
deja quedarme con unos pesos que sirven para comprar coca colas y estampas de
la virgen de la Concepción, dice la comadre Pera que son milagrosas.
A mí me gusta la virgen, porque es muy blanca como
las señoras que vienen en las camionetas y se ponen a escuchar la música rara. Mi
hermana se parece a ellas, la quieren mucho porque es casi tan blanca como lo
virgen y no la mandan a pedirles las latas a esos señores, que se enojan mucho cuando
no se han acabado la cerveza, aunque parecen felices cuando me llevo las
vacías.
Yo digo que son bien tontos. Si conocieran al señor
Ramón, que está casi junto al túnel, le llevarían las latas; con todo lo que
toman, ganarían mucha feria. Pero las tiran o las dejan en las sillas cuando se
aburren de la música, o me las dan cuando paso con el costal. Las señoras
también toman cerveza, hasta parecen hombres; ellas no se enojan cuando les
pido las latas antes de acabar, pero tampoco me las dan. Cuando acaban me
llaman con la mano y me sonríen y las echan en la bolsa. Parecen felices de
dármelas, tampoco saben del señor Ramón.
La
otra vez aposté con Pedro a ver quién juntaba más latas. Le gané como por ocho
y me dejó subirme al caballo de su papá antes de que lo sacaran a pasear con
los visitantes. La música seguía sonando, pero como no me gusta, subí con Pedro
a la cuadra: desde ahí se ve cómo van entrando los coches en fila; todos son
nuevos y traen placas de otros estados, aunque vienen algunos de Matehuala. No
sé por qué vienen de tan lejos a escuchar algo tan raro en medio del desierto.
Lo único bueno es que mi amá vende más aretes y collares, luego hasta me dejar
quedarme con todo lo de las latas. No sabe que siempre me quedo con algo de
todas maneras.
Me deslizo entre las sillas, Pedro busca cerca del
escenario, pero yo sé que los más borrachos se sientan hasta atrás. Ya son más
de las doce y esa música que no pasan en el radio no deja de sonar. No me
mandan a llamar de casa porque saben que estoy juntando las latas. Por eso me
gusta cuando el pueblo se llena de gente. Hasta dicen que es mágico, pero a mí
no me gusta Real. Algún día me iré a la capital o tal vez al otro lado. Tal vez
sólo regrese cuando haya conciertos como esta semana. Me gusta el olor de la
cerveza que se escapa de las latas, me gusta cómo huelen esas mujeres blancas
que vienen tan de lejos en esas camionetas llenas de polvo.
Ya deja en paz a Marsé. jajaja. Bueno, no es tan sórdido este cuento, digamos que es un dulce crudo. Qué bueno que no describiste esa música rara (diosito y sus virgencitas -mmmm- nos salve de ella)
ResponderEliminarJaja! Qué curioso, ni pensé en Marsé. Supongo lo dices por la trapería de Java.
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