En
realidad sólo se trata de una familia como la que podría vivir en la casa de al
lado de cualquiera de ustedes. Un vecino indeseado que escandaliza al barrio con
sus poco ortodoxas costumbres, pero no más allá. Cuando conocí a Perverso sentí
que le sudaban las manos y que no miraba a los ojos, un leve cosquilleo en la
bragueta me hizo sentir incómodo cuando nuestras manos se soltaron. Salivar
después, como si en esa mirada la invitación hubiera sido una pequeña prueba de
lo que cabía esperar de él. Me inquieta darme cuenta de que pienso estas cosas,
porque Perverso se alejó caminando con afectada normalidad, quizá para observar
a las muchachas que abrillantaban la pista con sus quiebres de cadera y sonrientes
taconazos.
Entre
ellas surgió, sin revelarse por completo, el rostro de la hermana menor,
Perversión. Definitivamente una chica estupenda, me invitó a seguirla con una mirada hipnotizante, su baile quizá
fuera tanto más desenfrenado que el del resto de las danzantes, pero esa
insistencia, esa trepidación arqueada en las caderas que la hacía parecer un
tanto fuera de sí no dejaba de turbarme. Y no sé (o quizá me engaño a
propósito), pero siento que tras ese aparente abandono de su cuerpo hay una
seguridad en lo que busca, en lo que quiere obtener de quienes la seguimos.
Allá vamos todos, sonrientes entre las mesas, con la preocupación pesando en
los zapatos a cambio del rostro que se cansa de querer fruncirse y sin embargo
sonríe, porque vamos hacia la pista tras esa hermana menor que nos seduce y
deja entrever los encajes de las bragas, pues es demasiado ceñida la ropa y,
bajo el velo, oscurecido por las luces del salón, se entrevé un rostro cargado
de complacencias.
Y
una vez en la pista, la hermana mayor me corta el paso. Envía a su hermana a
sentarse y me ciñe fuertemente por los hombros. Perversión gimotea mientras
sale de la pista, pero ella la manda a callar y mantener la compostura. La voz de
Perversidad es siempre imperativa y no repara en opiniones ajenas. Su elegante
vestido revela un goce en las reglas estrictas de la etiqueta y de la
formalidad. Sobrepuesta a la incomodidad del corsé, quisiera que todas lo
usaran como ella, porque el sufrimiento da la nota de clase. Más que bailar, me
zarandea y revisa de vez en cuando mis gestos como si quisiera constatar mi
sufrimiento. Realmente no tiene ganas de bailar conmigo y quizá con nadie, pero
se sonríe cuando las obligadas vueltas del vals la hacer converger sus ojos en
la silla donde su hermana lloriquea y se aburre. Me ciñe más cuando se sabe
vista, y vuelve sonreírse cuando dejo escapar algún gemido o un bufido de
cansancio.
Acaba
la pieza y huyo rápidamente hacia las mesas. Bebo todo lo que los camareros
quieren darme, miro a las chicas con una timidez que el alcohol aumenta. Pero
ya no miro la gracia de sus movimientos ni busco rostros conocidos. Mis miradas
se pierden en las curvas de los pechos y en la solidez de los muslos; intuyo
olores que se confunden con los perfumes, húmedos olores que recuerdo bien y que
terminan por arrastrarme hacia ellos… Algunas gritan, otras huyen, otras
amenazan con llamar a los camareros o a sus novios, sus hermanos. Un grupo de
camareros viene hacia mí y me piden que me retire. Estoy por hacerlo cuando
entra vi entrar a esa chica del vestido demasiado corto que ya había llamado mi
atención un poco antes...
Cuando
los camareros lograron arrebatarme de sus piernas, la chica salió corriendo,
llorosa, aterrorizada. -¡Asqueroso! ¡Borracho!... ¡Pervertido! -gritó, mientras sus amigas la ayudaban a
sentarse. Y aunque los camareros me expulsaban a empujones del salón,
experimenté una sensación de pertenencia, como la del huérfano que encuentra a
su nueva familia.
Pobres muchachitas, pobres, pobres con sus falditas, pobres con sus caritas y sus lagrimitas, pobres, pobres muchachitas. Usted es un desalmado, asqueroso, borracho y pervertido, le daría la bienvenida a la familia, pero no nos saludamos de mano, es algo muy desagradable.
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