Siento
el rocío en el rostro. No sé si estoy en mí o me he transportado. Se
está cayendo todo, absolutamente todo lo que recordaba como mío. El espejo está
empañado y no me reconozco, no logro distinguir siquiera la propia mirada que
me acredita como yo mismo. El cuerpo parece girar de cuando en cuando, como
movido por una mano diestra que cuidadosamente se afanara por encontrar la forma
de cumplir con toda precisión un mandato complicado.
Advierto el tironeo y la caricia; la angustia de que
a cada momento pudiera aparecer el error me tiene helado, inmóvil, incapaz de
inclinar un poco la cabeza para cualquier lado. Una voz incesante habla sin
decir nada que valga la pena escuchar. Voy tratando de reconocerme, de darle
movilidad a alguno de mis miembros para constatar que sigo aquí, que no me he
olvidado junto con mi imagen. Hay rostros por todos lados, perfectamente
indiferentes en su belleza prefigurada. Me echan en cara su definición, me
miran con sus semblantes artificiales y van siguiendo la caída como si en ello
les fuera algo de mucha importancia. Y no deja de caer, por manojos oscuros, escurriendo
como una lluvia desguanzada y viscosa que hace pausas en los pliegues de la
ropa, resistiéndose a llegar al suelo para no sentirse muerto, definitivamente cercenado.
Los rostros siguen mirándome en una invitación a ser
como ellos, ¿quién no quisiera cobrar alguna vez esas facciones y reconocerse
todos los días en un espejo y ser admirado por las calles, como seguramente lo
serían si salieran del plano cautiverio en que se encuentran? Intento
reconciliarlos con la realidad, pero es en vano: nunca he visto a alguien así
más allá de la televisión o las revistas de donde seguramente provienen para
estar aquí mirándome…
Mi cuerpo vuelve a girar, siento la mordida iniciar
tenazmente su labor con sus necesarias pausas para apreciar su progreso. Se
respiran las preguntas, la duda, ¿seré yo cuando termine todo esto? ¿Podré
llamarme por mi nombre? De nuevo el rocío en el rostro, esta vez más poderoso y
atinado, admito que refresca, que renueva. Finalmente es a lo que vine.
Alguno se reirá de mí al verme de nuevo. Empezarán
por no reconocerme o por echarme en cara su indiferencia. Siempre es así, lo he
hecho ya tantas veces… No me preocupa, todos pasan por esto de vez en cuando, y
es que el cuerpo tiene sus excrecencias, sus procesos naturales que deben irse
contrarrestando por civilidad, por decoro, por vanidad también. Algunos dicen
que por higiene, pero yo no comprendo de esas cosas.
La mordida cumple bien su cometido y por fin
reconozco la forma de una mano junto con la mueca paciente de una tijera que va
abriéndose y cerrándose con un ritmo al que acabé por habituarme. Un tirón
firme y una sacudida dan con todo en el suelo, y pienso con pereza en lo
repugnante que debe ser recoger todo ese cabello. Siento el rocío una vez más.
-
¿Te parece bien así, o cortamos más? - dice la voz, ya
más cercana, mientras mi vista es despejada por un peine y la mano diestra del
estilista. Reconozco mi rostro en el espejo. No soy tan guapo como los que me
miraban desde abajo. No está mal, quizá un poco cambiado nada más. Pero soy yo,
y mi boca le sonríe a la del espejo desde la silla giratoria.
A qué mi casquete corto! Buena entrada patidifuso. Aunque yo la leo con tristeza y no se diga Sansón.
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