No
suelo hervir en ansias por dar mi opinión sobre los temas de moda, pues me
parece haber un periodístico rebajamiento en ello (sin que la alusión llegue al
puñado de periodistas respetables que conozco); sin embargo, la muerte de
Soraya Jiménez, como algunos otros temas que revelan su importancia de
improviso, me parece digna de unas líneas por las varias lecciones que nos ha dejado.
En
un país de obesos, de taqueros, torteros y garnacheros, Soraya entregó su vida
al deporte. Hay quienes ya no estarían de acuerdo con esta afirmación por la
mucha controversia que ha generado su carrera, por las acusaciones que se han
cernido sobre ella, magnificadas por los medios de comunicación, difusores de
estereotipos y modelos de conducta e imagen. Se podrán decir mil cosas, pero
para mí la medalla de oro en Sidney es una prueba irrefutable de esfuerzo,
dedicación y talento. Más allá de luchar contra la dureza de las pruebas,
contra las lesiones, contra los demás competidores, un atleta de este país debe
luchar con las envidias, las corruptelas, las ambiciones de la publicidad;
triunfar sin entrar en esos juegos tiene su mérito y su costo, y me parece que
Soraya lo hizo así, por eso el resultado de Sidney tomó a todo mundo por
sorpresa: oculta al brillo del equipo de clavados, de los taekwandoines, los
cada vez peores pugilistas y el siempre mediocre equipo de fútbol; ignorada
ante los nuevos brillos de Ana Guevara y Alejandro Cárdenas (que terminó en
decepción), Soraya hacía su trabajo de hormiga levantando pesos mayores al suyo
sin que nadie cubriera sus actuaciones hasta que comenzó a aparecer en las
finales.
Que
dio positivo en una prueba de dopaje, que falsificó documentos para participar en una
competencia, que sus vínculos con Vázquez Raña... todo venía del séquito de
envidiosos dentro del mismo Comité Olímpico y dentro de su misma disciplina,
dotados de algo de poder. El desconocimiento mediático en el que estaba sumida hasta
antes de la medalla tampoco actuaba en su contra, porque el público suele ser
reticente ante las novedades. Más allá de eso, había dos cosas que tampoco
ayudaban a Soraya con la simpatía del público: la seria dureza de su
temperamento y su apariencia física.
En
esta sociedad de machos y “caballeros” una mujer no carga ni las bolsas del
mandado, sólo sirve para cargar niños; así que levantar más de dos veces el propio
peso es algo absolutamente chocante, antinatural. ¿Qué clase de mujer podría atreverse
a hacerlo? Esto y ver el rostro de Soraya eran estímulos para el muy estúpido humor
de quienes afirmaban que Soraya era hombre. Todavía ayer, frente la noticia de su
muerte, algún chistoso se atrevió a afirmar que había muerto “una gran chico”,
se alzaron voces contra él, porque sabemos que la muerte en este país vuelve
sagrado a todo aquel que la padece y más aún si es famoso; tampoco resulta sorprendente que entre esas
voces todavía se oyeran las que aplaudían la pésima broma. Soraya no era la mujer ideal
para casarse y parir: dulce, amorosa y bella; no respondía a la imagen de una
mujer que correspondiera a lo que los modelos de conducta y los estereotipos
sociales dicen que debe ser.
Sonriente
tras haber callado mil bocas, segura de su valor y consciente de la imagen
monstruosa con que la percibían, Soraya guardó su medalla en casa y siguió
trabajando. La suerte no estaba con ella: las lesiones, las más de treinta
intervenciones quirúrgicas en una rodilla, la influenza y los paros cardio-respiratorios
acabaron en eso que hoy hipócritamente lamentamos. Le quedaba un solo
patrocinador y tenía un novio, resabios quizá de sus triunfos pasados, pero
puedo asegurar, como lo hizo ya el exdiputado Fernández Noroña, que esa sala de
espera de hospital debió haber estado ayer absolutamente desierta, porque esa
mujer no era una mujer, ¿o sí? y porque se suelen olvidar demasiado pronto, no
sólo las glorias, sino las virtudes que llevan a ella. Hoy es el día de las
lágrimas de cocodrilo, de los millones de fans, de los discursos oficiales, de
las transmisiones en cadena nacional. Ayer todavía, a primeras horas del día,
Soraya estaba como siempre, tranquila en su absoluta soledad, segura en su
orgullo y en sus logros, en su vida dedicada a algo que la apasionaba. La gente
podía decir toda la misa que quisiera, y si no la decía, mejor: así es más fácil
entrenar y levantar la barra.
Soraya
no es un modelo de mujer porque es un modelo de ser humano, de trabajo, de
esfuerzo, de silencio digno; ejemplo de que el Hombre es capaz de lograr lo que
se proponga, a cambio de trabajar por ello. Lo será siempre y por eso no hay
despedida que valga, pues los fenómenos no se van nunca. En este país de
taqueros, obesos y garnachas, de televidentes y bobalicones, de machos e hipócritas
(nunca he querido excluirme) pocos intentarán lo que Soraya ha hecho, menos aún
lo lograrán. Puedo asegurar que voy a morir –y quizá varias generaciones
después de mí lo hagan también– antes de que una nueva Soraya opaque el brillo
de ese oro, que no brilla por ser oro, sino por el sudor que lo sustenta.