viernes, 29 de marzo de 2013

Ahora levanta el vuelo, Soraya



No suelo hervir en ansias por dar mi opinión sobre los temas de moda, pues me parece haber un periodístico rebajamiento en ello (sin que la alusión llegue al puñado de periodistas respetables que conozco); sin embargo, la muerte de Soraya Jiménez, como algunos otros temas que revelan su importancia de improviso, me parece digna de unas líneas por las varias lecciones que nos ha dejado.
     En un país de obesos, de taqueros, torteros y garnacheros, Soraya entregó su vida al deporte. Hay quienes ya no estarían de acuerdo con esta afirmación por la mucha controversia que ha generado su carrera, por las acusaciones que se han cernido sobre ella, magnificadas por los medios de comunicación, difusores de estereotipos y modelos de conducta e imagen. Se podrán decir mil cosas, pero para mí la medalla de oro en Sidney es una prueba irrefutable de esfuerzo, dedicación y talento. Más allá de luchar contra la dureza de las pruebas, contra las lesiones, contra los demás competidores, un atleta de este país debe luchar con las envidias, las corruptelas, las ambiciones de la publicidad; triunfar sin entrar en esos juegos tiene su mérito y su costo, y me parece que Soraya lo hizo así, por eso el resultado de Sidney tomó a todo mundo por sorpresa: oculta al brillo del equipo de clavados, de los taekwandoines, los cada vez peores pugilistas y el siempre mediocre equipo de fútbol; ignorada ante los nuevos brillos de Ana Guevara y Alejandro Cárdenas (que terminó en decepción), Soraya hacía su trabajo de hormiga levantando pesos mayores al suyo sin que nadie cubriera sus actuaciones hasta que comenzó a aparecer en las finales.
     Que dio positivo en una prueba de dopaje, que falsificó documentos para participar en una competencia, que sus vínculos con Vázquez Raña... todo venía del séquito de envidiosos dentro del mismo Comité Olímpico y dentro de su misma disciplina, dotados de algo de poder. El desconocimiento mediático en el que estaba sumida hasta antes de la medalla tampoco actuaba en su contra, porque el público suele ser reticente ante las novedades. Más allá de eso, había dos cosas que tampoco ayudaban a Soraya con la simpatía del público: la seria dureza de su temperamento y su apariencia física.
     En esta sociedad de machos y “caballeros” una mujer no carga ni las bolsas del mandado, sólo sirve para cargar niños; así que levantar más de dos veces el propio peso es algo absolutamente chocante, antinatural. ¿Qué clase de mujer podría atreverse a hacerlo? Esto y ver el rostro de Soraya eran estímulos para el muy estúpido humor de quienes afirmaban que Soraya era hombre. Todavía ayer, frente la noticia de su muerte, algún chistoso se atrevió a afirmar que había muerto “una gran chico”, se alzaron voces contra él, porque sabemos que la muerte en este país vuelve sagrado a todo aquel que la padece y más aún si es famoso; tampoco resulta sorprendente que  entre esas voces todavía se oyeran las que aplaudían la pésima broma. Soraya no era la mujer ideal para casarse y parir: dulce, amorosa y bella; no respondía a la imagen de una mujer que correspondiera a lo que los modelos de conducta y los estereotipos sociales dicen que debe ser.
     Sonriente tras haber callado mil bocas, segura de su valor y consciente de la imagen monstruosa con que la percibían, Soraya guardó su medalla en casa y siguió trabajando. La suerte no estaba con ella: las lesiones, las más de treinta intervenciones quirúrgicas en una rodilla, la influenza y los paros cardio-respiratorios acabaron en eso que hoy hipócritamente lamentamos. Le quedaba un solo patrocinador y tenía un novio, resabios quizá de sus triunfos pasados, pero puedo asegurar, como lo hizo ya el exdiputado Fernández Noroña, que esa sala de espera de hospital debió haber estado ayer absolutamente desierta, porque esa mujer no era una mujer, ¿o sí? y porque se suelen olvidar demasiado pronto, no sólo las glorias, sino las virtudes que llevan a ella. Hoy es el día de las lágrimas de cocodrilo, de los millones de fans, de los discursos oficiales, de las transmisiones en cadena nacional. Ayer todavía, a primeras horas del día, Soraya estaba como siempre, tranquila en su absoluta soledad, segura en su orgullo y en sus logros, en su vida dedicada a algo que la apasionaba. La gente podía decir toda la misa que quisiera, y si no la decía, mejor: así es más fácil entrenar y levantar la barra.
     Soraya no es un modelo de mujer porque es un modelo de ser humano, de trabajo, de esfuerzo, de silencio digno; ejemplo de que el Hombre es capaz de lograr lo que se proponga, a cambio de trabajar por ello. Lo será siempre y por eso no hay despedida que valga, pues los fenómenos no se van nunca. En este país de taqueros, obesos y garnachas, de televidentes y bobalicones, de machos e hipócritas (nunca he querido excluirme) pocos intentarán lo que Soraya ha hecho, menos aún lo lograrán. Puedo asegurar que voy a morir –y quizá varias generaciones después de mí lo hagan también– antes de que una nueva Soraya opaque el brillo de ese oro, que no brilla por ser oro, sino por el sudor que lo sustenta.

3 comentarios:

  1. Suscribo.

    Sigo sin entender por qué la literatura no se ha ocupado tanto de las hazañas olímpicas estilo Píndaro. Que nos hablen de Nemov, Komova, de las incansables batallas de Lin Dan y Lee Chong Wei, del propio Noé Hernández, a quien su mamá le dio 50 pesotes para las Olimpíadas, de Michael Johnson, de la carrera de Jesse Owens en las narizotas de Hitler (y sin verdaderos descansos), etcétera, etcétera. Saludos a la bandera.

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  2. Qué te digo, Soraya nunca me cayó bien, quizá complejo de macho que nunca podría cargar lo que ella cargó. Y claro, nunca tendría una medalla ni de latón en mi puta vida. Pero, después de leerte encontré a un ser humano allí que me hizo verla con unos ojos diferentes, quererla -hasta cierto punto-, y ver lo miserable que soy en mis juicios. Gran entrada Pati...

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