Sé
que el tema ya pasó de moda, pero tal vez no tanto si consideramos que va a ser
candidato una vez más para 2018, que la revolución morena va a absorber su
parte del presupuesto público y que, por el bien de todos, primero los pobres perdedores,
como él y como todos los que permitimos que nos robaran las elecciones, como
siempre. Yo sé que es duro, pero es la neta y no cabe más que aceptar la
chamaqueada.
Alguna
vez oí decir en algún medio, quizá lo haya leído, que la política en México es un
concurso de popularidad; que la gente no analiza propuestas (y tal vez hace
bien, pues nadie las cumple) sino que elige al candidato que le cae mejor, al
que congenie más con el votante. Pero me doy cuenta de que, o eso tampoco es
cierto o tengo una pésima percepción de
lo que vuelve popular a la gente.
En
una declaración sobre las encuestas durante la campaña electoral, López Obrador
salió con la puntada de que las encuestas estaban copeteadas. Independientemente
de que fuera verdad, la broma había sido excelente, una muestra de un
ingenio espontáneo, muy sureño si se quiere, pero que hubiera hecho reír a
cualquiera: la alusión al peinado de Peña Nieto escondida entre su percepción de
la falsedad de las encuestas. No era un guión dictado por nadie. Lo recuerdo en
entrevistas, en mitines y siempre había esa chispa, esa sonrisa sincera, ese
gallo en el peinado que lo hacía falible y desenfadado, humano a pesar de la
inhumanidad de la batalla en la que estaba metido.
Aunque
siempre he declarado abiertamente mi repulsión por la hipocresía panista y por
su doble moral, debo reconocer que aun el enano de Harvard tenía sus puntos de
humanidad: más allá de los muertos que cargaba, su debilidad por el alcohol lo
hacía falible y quizá hasta lo dotara de cierta jovialidad. Y qué decir de Fox
con sus berrinches, con su provinciana incapacidad para la diplomacia “Y yo por
qué”, “Comes y te vas”, las frecuentes caídas, las botas, el saludo que nos
dirigió desde la camioneta un día que paseábamos por Palacio Nacional mi exnovia
y yo sin que nos hubiéramos percatado de su presencia.
Nada
distinto decían del Peje las tortas de milanesa que se iba comiendo en la
camioneta, además de que bajaba la ventanilla en los semáforos para charlar con
otros automovilistas; qué decir de sus fotos con el uniforme de beisbol, lleno
de tierra y de sus metáforas beisboleras ensartadas de pronto en el discurso:
un hombre con su mundo; con sus ambiciones y patologías y sus defectos, sí, pero
como todo el mundo.
Y
de pronto este muñeco de cartón. Este príncipe de Atlacomulco que sonríe sólo
ante las cámaras, que pone cara de tabla en las entrevistas para verse respetable,
con sus trajes impecables y su equipo de seguridad y la entonación jovial de
dientes para afuera, el copete envaselinado o en engelado, gomoso. Reservado
ante el misterio de la muerte de la exmujer, reticente ante las acusaciones,
perfecto a la vista como un actor de telenovelas, casado en el libreto con una vedette de
las mismas, que ha pagado cara su propia ambición si no es que la imposición del guionista.
¿Quién es éste? ¿Dónde está su lado humano, su punto débil? No parece que toque
el suelo, ni que el viento lo despeine. Es el presidente de la República.
Regresaron
los buenos, el último fue el dientón que mandó a sacar los tanques en
Tlatelolco, eso sí que es tener huevos. Con presidentes así el país avanzaba:
inamovibles, duros, exitosos, comprometidos. ¿Y a poco eran populares?
No
me tocó vivir para saberlo, pero nunca podrá serme más simpático un impecable
traje oscuro que un collar de flores; un peinado perfecto que un remolino rebelde
en el cabello, un guión bien aprendido que una improvijajión jinjera. De pronto
se nos vuelve popular lo que no tenemos: los zapatos limpios, los trajes bien
puestos, el copete arreglado, la “esposa” actriz, la escolta personal. De
pronto se nos vuelven populares nuestras frustraciones, como si no hubiéramos
crecido nunca ni hubiéramos aprendido que lo respetable es más bien una fachada
y que detrás del muñeco está el uxoricida. ¿A quién le sorprende que no pueda
enumerar tres libros, que no se le caiga la cara de vergüenza, que no la haya
conocido nunca?
El anhelar ser el otro, identificarnos imaginariamente con él: ese ya me vi; serlo al volcar la identidad en ese molde que la televisión nos ha dado.
ResponderEliminarEs triste, la gracia, la humanidad, el desaliño son dinosaurios de otro tiempo, de otro estado con los que el mundo globalizado no se identifica. Porque en la humanidad hay diferencia, matices y en este mundo de hoy las diferencias se van puliendo hasta dejarnos iguales unos a los otros.
Me hizo pensar mucho tu entrada. Un abrazote Pati